miércoles, 17 de agosto de 2016

Yo. Dos.

Me imagino que juego a ser escritor. Y como soy capaz de controlar mi vida en este juego, tengo la oportunidad de crearme como buen juntador de palabras para que parezca que tengo alguna oportunidad de destacar y componer algún texto de una calidad notable. Sin embargo, mi imaginación me fuerza a ser honesto en el juego y no me permite siquiera tener una vida apacible y deseosa, por lo que el juego se convierte en una realidad y ya, por esta vez, desisto a imaginarme algo que no quiero ser.

Una de mis palabras preferidas es admiración, no ya por su sonoridad y musicalidad, porque en verdad que es un auténtico tormento fonético y una pesadilla visual por donde se mire, se lea o se piense. Empero sí es de una belleza sintagmática bestial y de una fuerza espiritual sin igual, puesto que la admiración es, sobre todo, un sentimiento de agradecimiento personal hacia, casi siempre, a personas que no llegarás a conocer jamás. Vivo en una casi sociedad que parece que la admiración no debe de ser bien considerada o que es un ejercicio espiritual que no tiene ningún provecho material. De eso se trata, la admiración no tiene por qué tener un aprovechamiento material ni ser un motivo de orgullo ni engrandecimiento hacia uno mismo. Yo me considero un admirador; una persona que tiene la capacidad de dejar los prejuicios  aparte y realizar un ejercicio de admiración hacia cualquier supuesto que yo crea a consideración. Muchísimas de las veces hago una simple distinción entre mis gustos. Lo admiro o no. Hace bastante poco me leí un libro sobre un personaje que se inventó David Bowie y, en uno de los pasajes, el escritor explicaba que este artista coqueteó con el nazismo en la década de los setenta. En este momento tuve que  realizar un gran ejercicio de separación. Soy capaz de admirar la obra de Bowie, sin embargo me asquea su coquetería temporal con el nazismo. Juzgué que me era más provechoso seguir admirando a la obra y no al artista.

La persona que no es capaz de admirar una obra por sí, tengo seguro que se pierde un gran momento de exaltación de los sentidos. Es la  antítesis al sentimiento de envidia. La envidia te oprime y no te hace ver con claridad lo que realmente debes de ver. Sólo eres capaz de pensar en los aspectos negativo y destructivos que conllevan, según tú, lo que estás sintiendo. Seguramente que si tuvieras ocasión, hasta demolerías y arruinarías el concepto o individuo en cuestión. Por esto, la admiración es más sana, puedes ver la claridad y la belleza de lo que estás observando o viviendo. Esa energía que  desprende lo conviertes en belleza y te lo quedas ya como algo propio. Lo que creo que me pasa es que me ocurre con cierta facilidad, puesto que admiro casi todo que yo no soy capaz de hacer. Casi cualquier labor, trabajo, ejercicio, deporte que yo no tengo la capacidad de realizar, lo admiro y más a la persona que lo hace; pero sólo, y esto es lo más extraño, en ese momento de concepción admirable. No me  interesa más allá de lo que ha sido capaz de captar mi admiración. En verdad es que no necesito saber más allá, porque, en realidad, lo único que me interesa es lo que ha podido llegar a producir y así no me siento infectado por valores que, en ese momento, no debo de tener en cuenta. Hace ya varios o muchos años que leí una novela con esa aprensión por conocer al personaje antes que a la obra. La novela se titula “Pabellón de Reposo” y el autor es Camilo José Cela. Pues bien, por cada párrafo que leía mi admiración crecía y mis perjuicios decrecían en orden exponencial y fue un punto de inflexión para saber apartar la obra del personaje que la  realiza. O bien, ¿quién no conoce a Picasso?, ¿quién no ha escuchado miles de historias sobre su modus vivendi? Hace poco estuve en Madrid y unas de las paradas obligadas debía de ser el Museo “Reina Sofía” para poder ver el “Guernica”. Cada vez que más me acercaba al momento, más nervioso estaba puesto que una de mis grandes ilusiones era poder admirar este cuadro en persona. Y, cuando ocurrió ese momento, el tiempo se paralizó durante cuestión de veinte minutos; creo que desarrollé un súperpoder y no respiré en ese tiempo, las personas que estaban a mi alrededor dejaron de existir, mi mente sólo focalizaba el cuadro y su expresión. Cuando, al fin, parpadeé, lo primero que  pensé es en el grandioso trabajo que hizo Picasso para que, noosécuántos años después, alguien como yo, tuviera ese sentimiento de admiración sobre ese cuadro y sobre Picasso sólo y exclusivamente en el momento de crear esa obra. Nada me importó de su vida exterior, sólo admiré al pintor cuando creaba este cuadro.

Por supuesto que no voy a admirar cada labor o valor que yo no sea capaz, hablo de hacer. Siempre ha estado en muy buena consideración admirar la fuerza o la violencia para sustituir otra vía de negociación. Cómo es  posible que se sienta admiración por gente que se gana un dinero por quitar  la vida a otras personas. Cómo es posible que, en vez de ver a esas personas como iguales, son capaces de verlos como simples instrumentos sustitutivos por otros en el caso que se tenga da a lugar. Hablo de las guerras o matanzas. No logro comprender como un coronel o un general es admirado por parte de la sociedad por colocar un escuadrón de equis personas a matarse con otro escuadrón de otras tantas personas. Es un acto tan simple poder defender una vida que me parece despreciable la exaltación del sentido del orgullo y virtuosismo sobre aquellos hombres que no tienen otro motivo de vivir que aniquilar a individuos de su misma especie. Parece que este concepto es tan claro que mi intelecto no llega a comprender esta devastación humana sin sentido. Por mucho que quieran darle un sentido atemporal; como puede ser la defensa del territorio o la construcción de un nuevo Estado o la reordenación del mismo. Como también es de lo más anacrónico una guerra con fines religiosos. La violencia de este tipo es lo más deplorable y mezquino que me puedo llegar a imaginar y por esto, no entiendo, no soporto la idea de admiración a estas castas de humanos.


Mi admiración tiene más sentido terrenal y provechoso. Puedo admirar a cualquier autor que haya confeccionado una historia y lo plasme en hojas para así formar un libro. Un pintor que crea visiones y colores y, aunque yo no sea capaz de ir más allá de un qué bonito o qué preciosidad, tenga mi admiración por su creación. Este es mi sentido de admiración. Por esto, siempre que me imagino que juego a ser escritor, prefiero dejar de jugar.

Alguien me dijo que la ficción había muerto.

miércoles, 25 de mayo de 2016

Yo. Extendido.

Entender, entiendo poco de literatura. Si hago la cuenta, para la cual no tengo que ser un magnífico, de cuántos libros hay editados y cuántos libros he leído y hasta me quedaran por leer de aquí al final de mi existencia lectora, el resultado final sería de un vergonzoso apalizamiento por parte de los libros editados contra mi entendederas; sin embargo de lo poco que entiendo – y he escuchado – siempre se ha dicho que el principio de un texto es una de las partes más importante de la redacción, puesto que es el enganche primero hacia el lector. Lo que solidifica esa amistad eterna hasta que se acaba el libro. Sólo está en manos de muy pocos escritores tener esa facilidad de palabra en los principios de sus textos. Si sumamos esto anteriormente escrito y mis pocas ganas de escribir, reconozco que mi principio de texto es un verdadero asco. Le sumo todo esto a la sensación de torpeza que me embarga cada vez que intento transmitir cualquier sensación y tiento en darle forma escrita, el resultado es de un pazguato verdadero. Sobre todo al principio del texto porque me agarroto de tal manera que parece que en vez de teclear, aporreo con hastío las teclas y tengo la sensación que me quemo. Parece que cuanto antes termine, mejor me voy a sentir; como si fuera un trabajo forzado de impronta salida. Y más me cuesta. Tengo que mirar el teclado para escribir y, a lo sumo, utilizo cuatro dedos cuando la combinación de letras es lo bastante fácil para realizarla además de borrar la palabra entera si me equivoco, que no son pocas.

Siempre la idea que tengo en mente es doscientas tres mil veces mejor de lo que al final queda plasmado en el papel y para muestra, ahí dejo los renglones anteriores. Admiro a las personas que son capaces de crear lo que imaginan. Y, sobre todo, admiro a las personas que escriben todavía en papel; que son capaces de dibujar con palabras sus pensamientos en un bloc. Esas personas son admirables, tienen ese poder de plasmar la inmediatez, de la imaginación espontánea. Soy incapaz ni de escribir correctamente una lista de tareas en un folio. No es que me moleste el manido comentario de la letra tan fea e ilegible que tengo, por eso siempre tengo la misma respuesta automática de que no suelo escribir en folios. A veces pienso en los escritores que usaban plumas y tintero. Eran capaces de retener una idea hasta que pudieran llegar al sitio de su trabajo, a su lugar de sagrada escritura. No tenían esta facilidad de poder anotar miles de líneas en cualquier sitio y situación. Y, llegando a este punto, me pregunto cómo es posible que las grandes obras de la literatura se gestaran en la época de pluma y tintero.

Esta sensación de inutilidad crece cada día que pasa, cada página que leo. Pero, cuidado, no es ningún trauma ni me siento un fracasado. De ningún modo. Jamás he tenido esa necesidad de crear textos; jamás he intentado publicar algo; jamás he buscado un reconocimiento público. Será por esto de mi libertad en escribir cada cosa que se me pasa por la cabeza. Como casi siempre, estoy escribiendo sin un cuaderno de bitácora. Esta es de la libertad de la que hablo, al no tener público, no tengo líneas que seguir ni guión precocinado. Aunque reconozco que seguramente, por no apuntar siquiera alguna idea en un mísero papel, se me habrán escapado muchísimas oportunidades.

En el momento que pienso esto, yo mismo me respondo con un, ¿y qué? Tanta es mi torpeza que soy capaz de escribir de algo que no controlo para nada como es la literatura. Ya me gustaría escribir con esa fluidez que detecto en muchos escritores y que admiro la forma tan fácil de reproducir sus sentimientos e ideas. Me maravillan las novelas que crean historias, sus estructuras y sus fundamentos. Yo me conformo con estas líneas sin sentido y sin ninguna historia de trasfondo. Me conformo con hilar unas cuantas letras para que el parecido a un texto coherente tenga un fundamento. Me conformo con escribir sin personajes que guíen el relato. Yo me conformo con intentar teclear alguna serie de ideas sin el ánimo de conquistar una gran novela. Tanto es mi conformismo en estos casos que no me voy a complicar para titular esta especie de texto y que casi es un compromiso ponérselo, aunque es veraz a todas cuentas. El segmento de seguidores al que va destinado mi texto es a mí mismo y poco más. Es más bien un “salga lo que salga”. Aún así, publico en perfiles y blogs que nadie lee sin importarme lo más mínimo. Lo publico porque en ese momento me siento con una subida de insulina preciosa y darle al botón de publicar me recompensa con una cierta felicidad que en todos los casos es efímera. Es un momento de un egoísmo de lo más personal. Pero, después de todo, debo de habitar con mi torpeza galopante y con mi desidia; tengo que escribir, aunque tenga presente que es una pérdida de tiempo.

Me esfuerzo. Claro que me esfuerzo, pero es más bien un pensamiento de obligación que debo conservar para intentar conseguir seguir escribiendo y más después de haber releído – lo sabía – lo que he escrito hasta ahora. No es que quiera parecer condescendiente conmigo ni crear una especie de atmósfera victimista alrededor de todo lo que me concierne pero, la verdad, es que lo he leído y me ha parecido de lo más inconexo y con menos sintaxis que he leído y logro recordar.

Una cuestión que me ha obsesionado desde siempre ha sido el paso del tiempo y el por qué no podemos ralentizarlo, retenerlo o, incluso volver hacia atrás y poder disfrutarlo otra vez, de la misma manera que lo disfrutamos en el momento de vivirlo. Cada vez que me planteo esta situación como si pudiera ser real, me encuentro con muchísimas paradojas como si en verdad esa situación podría disfrutarla igual o, por el contrario, si fuera capaz de visitar ese momento anhelado, no quisiera perfeccionarla un poco más. Si optara por la segunda opción, de la cual estoy segurísimo que elegiría, al volver a recordarla, me encontraría, otra vez, con la sensación que podría mejorarla y así sería mi forma de actuar si pudiera realizarse esta opción temporal. Entonces, si la finalidad de revivir este momento es de disfrutarlo, me crearía un sentimiento de ansiedad querer perfeccionarlo que sería lo más lejano a disfrutarlo que me imaginara. Y más aún si esta opción segunda estuviera acompañada de un aviso temporal; esto es, que me avisaran días antes que tal recuerdo podría revivirlo en tal momento. Ni que decir me tengo que la ansiedad y angustia que eso me produciría, me volvería medio majara. Sobre esta problemática intenté escribir unos cuantos textos que trataba sobre una persona que le conceden el deseo de poder revivir una época anterior de su propia vida y de cómo actuaría según qué casos, todos habituales. Quise enredarlo un poco y que entrara su propia mente como un personaje más que luchaba por no duplicar esos recuerdos y destruir parte de los pensamientos. Quería entablar relaciones personales con este personaje, decidí crear un mundo semejante en su continente, pero no en su contenido, para el protagonista. O sea, poco a poco se daría cuenta que los recuerdos están bien donde están puesto que ni la edad ni la mentalidad de esa época eran iguales de la época que procedía. Quería hacerme entender, sí, casi todos mis textos son para una autocuración espiritual, que los recuerdos están bien donde están, en un almacén del cerebro y que nosotros utilizamos a nuestra conveniencia. Esa lucha de personajes la tenía en la cabeza como varias situaciones más, pero como siempre, por una excusa o por otra – siempre son excusas – lo dejé y ahí está, en la carpeta de proyectos.

Hace poco recordé con mi madre un hecho anécdota que me ocurrió hace más de 30 años con mi íntimo amigo, en ese momento, en el ya desaparecido Hipermercado Diplo, el cual a mí me parecía una especie de Palacio de Fantasía con tantísimos productos y tantísima luz y tan largísimo y tan enorme y tan… Hace poco he vuelto a esa zona por cuestiones laborales y el chasco, como siempre pasa en estos casos, fue tremendo. Era pequeño, estrecho y no tenía ni por asomo, pinta de Palacio. En fin, le comenté a mi madre este hecho anécdota con este, en ese momento, íntimo amigo mío y que era que sobre esa época se iban a celebrar los Juegos Olímpicos de  Los Ángeles 1986 y los botes de Cola – Cao, en su tapa, llevaban como regalo unos minis airganboys deportistas. Él me convenció que no pasaba absolutamente nada que los cogiéramos y nos lo lleváramos porque a la gente lo que le interesaba era el cola – cao, pero, por si acaso, los esconderíamos debajo de la camiseta. Si sumo nuestra destreza como ladrones de unos diez años, con la personalidad escandalosa que tenía mi amigo íntimo, no es de extrañar que en menos de cuatro botes expropiados, nos cogiera el encargado de ese departamento y nos llevara con nuestros padres. Esta era otra de las cuestiones por la que me gustaba ir al Diplo porque muchas de las ocasiones eran excursiones grupales. Mientras nos daban la charla yo observaba a mi amigo íntimo y percibía en él una calma que yo no podía comprender. Estaba en una posición personal como si no le importara lo más mínimo lo que le estaban diciendo. Yo sí estaba muy preocupado porque mi forma de ser era de natural asustadiza y siempre pensaba en las represalias que cualquier acción podría acarrearme.

Aquí termina este recuerdo y mi madre y yo nos reíamos con esa risa agradable y cálida que dan esos recuerdos ahora llamados vintage. Claro, que si no llega a ser porque este amigo murió hace unos nueve años de forma infundada, injusta y traicionera, el recuerdo a lo mejor tendría otro sabor. Estuvimos hablando un rato de la personalidad de mi amigo y de su forma de ser. Siempre en pasado. Lo que más me extrañó al estar recordando con mi madre este momento es que ella no se acordaba. No era capaz de situar ese recuerdo en su mente y me hizo recapacitar del momento tan importante que viví yo en el Diplo y que para ella fue un momento más que pudo ser triturado y reciclado en su memoria. No estoy molesto por esto, ni muchísimo menos, los recuerdos son personales e intransferibles. Lo que sí me hizo reflexionar es la forma de recordar cada momento porque lo amasamos y lo maceramos también con experiencias y vivencias transcurridas desde el momento recordado.

No sé si es sano el tiempo de recolección de recuerdos en el que vivo. No hay momento, que no llegan a ser ni especialillos, que no tenga una foto, un vídeo o un texto. Tengo una colección espléndida de momentos con mi nene desde que nació, de mis viajes, de mis asuntos privados, etc. Ahora sólo tenemos que darle a un clic para rememorar algo con más detalle que antes. No hace tanto, la forma de recordar era con un ¿te acuerdas?, si hombre, joder, la que vivía al lado de tu tía. Coño, el día de la comunión de tu prima. ¡Eso! Ahora caigo. Ahora queremos archivarlo todo y mantener todos los recuerdos bien frescos, tanto que ya no da tiempo a casi echar de menos una situación. Y yo, aunque me moleste del verbo joder echar de menos, quiero tener la sensación que tuve con mi madre recordando el “Colacaogate”. Seguro que ahora estaría algún padre grabando con el móvil la charla del encargado y la colgaría en alguna red social con el título “no robes, es malo” o “mira lo que ocurrió después”.

Algo bueno que saco de mis escritos es eso, con solo ver los títulos me viene ese sentimiento de recuerdo y de lo qué pensaba o sobre quién pensaba y siempre se me salta una sonrisa. Aunque la situación en el momento de escribir fuera oscura. Me doy cuenta que puedo seguir recordando como siempre se ha hecho. Y esto gana al rechazo que me entra cuando releo alguno de mis textos; lo burdo y desestructurados que son. Y me entran ganas de seguir recordando, pero para eso tengo que seguir escribiendo.


Alguien me dijo que la ficción había muerto.

martes, 10 de mayo de 2016

Yo.

Entender, entiendo poco de literatura. Si hago la cuenta, para la cual no tengo que ser un magnífico, de cuántos libros hay editados y cuántos libros he leído y hasta me quedaran por leer de aquí al final de mi existencia lectora, el resultado final sería de un vergonzoso apalizamiento por parte de los libros editados contra mi entendederas; sin embargo de lo poco que entiendo – y he escuchado – siempre se ha dicho que el principio de un texto es una de las partes más importante de la redacción, puesto que es el enganche primero hacia el lector. Lo que solidifica esa amistad eterna hasta que se acaba el libro. Sólo está en manos de muy pocos escritores tener esa facilidad de palabra en los principios de sus textos. Si sumamos esto anteriormente escrito y mis pocas ganas de escribir, reconozco que mi principio de texto es un verdadero asco. Le sumo todo esto a la sensación de torpeza que me embarga cada vez que intento transmitir cualquier sensación y tiento en darle forma escrita, el resultado es de un pazguato verdadero. Sobre todo al principio del texto porque me agarroto de tal manera que parece que en vez de teclear, aporreo con hastío las teclas y tengo la sensación que me quemo. Parece que cuanto antes termine, mejor me voy a sentir; como si fuera un trabajo forzado de impronta salida. Y más me cuesta. Tengo que mirar el teclado para escribir y, a lo sumo, utilizo cuatro dedos cuando la combinación de letras es lo bastante fácil para realizarla además de borrar la palabra entera si me equivoco, que no son pocas.

Siempre la idea que tengo en mente es doscientas tres mil veces mejor de lo que al final queda plasmado en el papel y para muestra, ahí dejo los renglones anteriores. Admiro a las personas que son capaces de crear lo que imaginan. Y, sobre todo, admiro a las personas que escriben todavía en papel; que son capaces de dibujar con palabras sus pensamientos en un bloc. Esas personas son admirables, tienen ese poder de plasmar la inmediatez, de la imaginación espontánea. Soy incapaz ni de escribir correctamente una lista de tareas en un folio. No es que me moleste el manido comentario de la letra tan fea e ilegible que tengo, por eso siempre tengo la misma respuesta automática de que no suelo escribir en folios. A veces pienso en los escritores que usaban plumas y tintero. Eran capaces de retener una idea hasta que pudieran llegar al sitio de su trabajo, a su lugar de sagrada escritura. No tenían esta facilidad de poder anotar miles de líneas en cualquier sitio y situación. Y, llegando a este punto, me pregunto cómo es posible que las grandes obras de la literatura se gestaran en la época de pluma y tintero.

Esta sensación de inutilidad crece cada día que pasa, cada página que leo. Pero, cuidado, no es ningún trauma ni me siento un fracasado. De ningún modo. Jamás he tenido esa necesidad de crear textos; jamás he intentado publicar algo; jamás he buscado un reconocimiento público. Será por esto de mi libertad en escribir cada cosa que se me pasa por la cabeza. Como casi siempre, estoy escribiendo sin un cuaderno de bitácora. Esta es de la libertad de la que hablo, al no tener público, no tengo líneas que seguir ni guión precocinado. Aunque reconozco que seguramente, por no apuntar siquiera alguna idea en un mísero papel, se me habrán escapado muchísimas oportunidades.


En el momento que pienso esto, yo mismo me respondo con un, ¿y qué? Tanta es mi torpeza que soy capaz de escribir de algo que no controlo para nada como es la literatura. Ya me gustaría escribir con esa fluidez que detecto en muchos escritores y que admiro la forma tan fácil de reproducir sus sentimientos e ideas. Me maravillan las novelas que crean historias, sus estructuras y sus fundamentos. Yo me conformo con estas líneas sin sentido y sin ninguna historia de trasfondo. Me conformo con hilar unas cuantas letras para que el parecido a un texto coherente tenga un fundamento. Me conformo con escribir sin personajes que guíen el relato. Yo me conformo con intentar teclear alguna serie de ideas sin el ánimo de conquistar una gran novela. Tanto es mi conformismo en estos casos que no me voy a complicar para titular esta especie de texto y que casi es un compromiso ponérselo, aunque es veraz a todas cuentas. El segmento de seguidores al que va destinado mi texto es a mí mismo y poco más. Es más bien un “salga lo que salga”. No releo mis textos casi nunca y por eso puede que tenga unos grandes fallos de sintaxis que no tengo la menor intención de corregirlos. Pero no los releo por vergüenza. Mi primera impresión las pocas veces que he releído algo mío es la de por qué he escrito esa bazofia y a cuento de qué he tenido que escribir esas majaderías. Sé cuáles son mis límites y lo mal que puedo llegar a escribir y yo sigo, sin pudor alguno, escribiendo. Aún así, publico en perfiles y blogs que nadie lee sin importarme lo más mínimo. Lo publico porque en ese momento me siento con una subida de insulina preciosa y darle al botón de publicar me recompensa con una cierta felicidad que en todos los casos es efímera. Es un momento de un egoísmo de lo más personal. Pero, después de todo, debo de habitar con mi torpeza galopante y con mi desidia; tengo que escribir, aunque tenga presente que es una pérdida de tiempo.

Alguien me dijo que la ficción había muerto.

lunes, 23 de noviembre de 2015

La Oportunidad del Recuerdo.

Es el gran deseo. No es  probable que  exista una  persona que  alguna vez no haya deseado poder trasladarse en el tiempo; poder ejercer de juez y parte sin lugar a lo que tú crees, ahora en la distancia temporal pudo ser elegir una decisión equivocada. Ser espectador de tu triunfante vida por esta oportunidad que se te ha mostrado. Es el gran deseo; es el único deseo que quisiéramos para nosotros. Es un deseo egoísta que lo queremos para poder tener la oportunidad de encontrar un camino diferente a nuestra vida. De conseguir la ansiada segunda oportunidad. Quisiéramos, con toda nuestra alma, que fuera la forma más usual de dominar las situaciones o vivencias que en su momento no supimos domar o entender.

Y le fue  concedido… Se le concedió El Gran Deseo. Y se encontró en ese tiempo tan deseado y la madurez de la edad actual. La primera reacción que propuso su mente fue la del privilegio. Privilegio por atesorar esa inmensa oportunidad que le mostraron y le concedieron. En el momento que el impacto de la primera reacción cesó, tuvo que concentrarse para asimilar que este escenario no estaba dentro de una visión. La vivencia es totalmente real. Eso se dijo, la vivencia es real. No es un retablo hecho a medida para mí. Es un mundo, que, aunque ya vivido, existe. Así es, existe, no ha existido, puesto que el presente es este.

Las primeras horas se le convirtieron todos los poros de su piel en sensación pura, en un sentimiento universal y eterno. Intentó captar y atraer todo lo que podía cazar. Un olor, un sabor. Sin embargo, lo que más le hacía erizar todos los vellos y mantenerse alerta eran la visiones. Una lágrima saltó de su ojo izquierdo al comprobar que los recuerdos se hicieron visiones; que se hizo realidad. Estaba allí, viendo, notando y sintiendo a las personas que tenía atesoradas en su memoria y que, para que no pudieran ser olvidadas, de vez en cuando, se obligaba a  respirar hondo, cerrar los ojos y convivir con ellos en su alma. Ahora ya no. Estaban en su presente y en su realidad. Podía tocar ese recuerdo, reconocía ese recuerdo. Sabía que  las personas de sus álbumes de foto se encontraban allí. Eran allí. Eran con ella. Esa sonrisa se mantuvo perpetua durante esas horas. Temía tocar cualquier elemento de este decorado porque tenía la bella sensación de que se convirtieran en pompas de jabón y explotar las visiones. Empero, tampoco se le escapaba esa sensación de preocupación puesto que nadie le había explicado el por qué ni las reglas ni la duración de este bendito deseo que, repentinamente, lo estaba saboreando. No dejó, aunque con sus miedos, de tocar, de oler, de besar, de conocer. En definitiva, de potenciar sus recuerdos. Era como si esa ebullición de  pensamientos que tenía en su mente no dejaran de respirar y sólo tuvieran la orden de sentir.

Continuará...

viernes, 25 de julio de 2014

Una Historia Violenta. Antonio Soler.



















Abrigados con un tres cuartos, un gorro de lana azul; las manos en los bolsillos y los hombros ligeramente subidos y haciendo de guardaespaldas del pescuezo. Como si así pudiéramos defendernos más eficazmente del frío húmedo que nos penetraba hasta todos los huesos de nuestro cuerpo. Así nos acercábamos a la pequeña nave industrial situada en una planicie irregular; con la grava que hacía crujir nuestras suelas y el asfalto gris con las vetas negras de las grietas. Mislectamientos y yo me acercaba con una cadencia de paso que nos hacía tener el tiempo suficiente para poder observar el edificio al que íbamos a entrar en unos instantes. La cabeza nuestra sólo tenía la intención de no perder un detalle de la composición exterior del edificio y, sólo casi cuando estábamos bastante cerca de lo que nosotros creía la entrada principal, pudimos percibir cientos de naves de diferentes tamaños y estructura; con la, en ese momento, agradable sensación que cada vez que nos acercábamos más al edificio de nuestro destino, la distancia que separaba a cada una de las naves a la central, se iba incrementando de una forma visible y aparentemente normal para nuestras consciencias. Hasta que apareció sola, la nave central, sin ningún otro edificio que pudiera molestar visualmente el objetivo que nos ocupaba. Nos miramos un momento; la puerta de entrada, aunque de apariencia bastante pesada y vetusta, no nos hizo ningún impedimento adicional al pequeño empujón que nos bastó para abrirla. Y allí estábamos. Entramos en la nave.

 Aunque con la boca totalmente cerrada, para no parecer más bobos de lo que podíamos expresar, sólo con nuestros ojos se podría comprobar el estado de asombro con el que en ese instante estaba. Los ojos totalmente abiertos y las cejas a dos kilómetros de distancia de éstos, tanto era el estiramiento de mis cejas, que los agujeros redondos de la nariz se convirtieron en óvalos. Allí estaba, sentado con una mesa sencilla pero inmensa enfrente de él. Innumerables papeles a simple vista, que sin embargo, seguro que el escritor los tenía muy controlados. Notábamos su serenidad, pero no comprendíamos cuál era esta situación. Veíamos al escritor; también observábamos la nave por dentro, que estaba totalmente vacía. La mesa no se encontraba en el centro exacto, sino más pegada a una pared. Tenía ventanas para que diera la luz suficiente y notar que el edificio llevaba muchísimo tiempo sin limpiar y sin mantenimiento. Lo que más me sorprendió fue el estado de serenidad del escritor. Sólo miraba hacia su alrededor y con media sonrisa de aceptación, anotaba algo en uno de los innumerables papeles de la mesa. No buscaba el papel, perfectamente sabía su ubicación y su mano se dirigía exactamente donde estaba. Después de observar esta composición durante un par de minutos, él nos miró y nos invitó a sentarnos a su lado. Sin saber si estaban allí antes, nos señaló a las sillas que se encontraban cada una a un lado suya. Cómo no, aceptamos con nuestro movimiento hacia la mesa su invitación. Antes de sentarnos, nos volvimos a mirar, sabiendo que algo podría pasar. Y pasó.


Ya no podíamos mantener la boca cerrada durante más tiempo y se nos abrió mientras dejábamos toda la ropa sobrante que hasta un instante antes de tocar la silla con nuestras posaderas, eran de vital importancia para combatir el frío. En mangas de camisa nos quedamos y disfrutamos de la situación que estábamos viviendo. El escritor nos invitó a que viéramos la composición desde su lugar y fue extraordinario. La nave se volvió totalmente blanca, como cualquier página de un libro; la luminosidad era efectiva y agradabilísima, la temperatura subió hasta una confortabilidad que deseas que no se acabara jamás. Pero lo más impactante fue que en la mesa, también blanca, no había hojas como nosotros creíamos. Había ideas. Sólo ideas. Las ideas que refleja el libro la estábamos teniendo en frente nuestra. Encima de la mesa del escritor. Y justamente delante de nosotros se encontraban palabras. Sí, palabras sueltas, palabras que por sí solas no te indicaban más allá de lo que son, pero que una vez elegidas y colocadas en una de las ideas de la mesa, se transformaban y subía su nivel increíblemente hasta que se hacían más poderosas. Por eso comprendimos el grado de excitación que tenían las palabras por ser elegidas, por tener la oportunidad de llegar a ser una palabra del Libro de Antonio Soler. Todas las palabras que elige el escritor son comprensibles y comprendidas, pero al llegar a su mundo y su mente, se refuerzan y se hacen eternas. Observábamos como palabras que, a primera lectura, no tenía nada que ver con la idea elegida, y en combinación con otras, no tenía más que pensar en la perfecta elección de este grupo. Veíamos cómo en la idea de violencia había unas palabras distintas a esta idea; así nos pasó con amistad, sexo, solidaridad, soledad. Fuimos capaces de comprender que estábamos inmersos en su etapa de elección y por eso todas las palabras querían obtener el grado de ser Palabra de Soler. Leímos el libro y, por más que hayamos leído de él, nos volvió a sorprender. Nos encontramos con un libro que, aunque la crudeza está disimulada, lo sentimos. Nos llegó.

viernes, 10 de enero de 2014

El Libro de las Ilusiones. Paul Auster.























Durante los cinco o siete últimos libros leídos, Mislectamientos ha subsistido con el mínimo aire disponible y la cantidad de energía capaz de pasar de una hoja a otra. La alimentación con la que se encontraba mediante mis lecturas ha sido agónica. La angustia con la que podía sentir su medio vivir hacía que su detestable comportamiento fuera ya casi inexistente. Nunca me ha exigido nada, sin embargo falta no hacía, puesto que he sido yo siempre, en todo momento, que he seguido mal alimentándolo. Lo veía medio tumbado, entrecerrando los ojos; notaba como se levantaba de vez en cuando. Sentía una lástima enorme verlo andar, dando eses, con la fuerza mínima para poder traspasar las letras de una página y enlazar con la otra. Cada vez que yo tenía al alcance terminar una página, siempre gastaba un segundo para poder observarlo y tener la absoluta certeza que podía notar que gastaba una ingente cantidad de energía, que parecía pedir un préstamo para acumular la ilusión de poder encontrar en las palabras que entintaban la próxima página, la salvación verdadera y estable. Cientos y cientos de veces lo he visto decaer y bajar la cabeza a modo de desolación; por la energía gastada y la que pidió prestada. Todo esto hacía que el cansancio doblara la masa normal y tuviera la responsabilidad de cargar con ella por cada página pasada. Mi única responsabilidad autoimpuesta era intentar conseguir, de la única forma que tenía en mi mente, que MisLectamientos no desapareciera. Esto es, seguir leyendo. Aunque la energía que le transmitiera fuera totalmente contaminada, aunque la energía fuera sucia; debía seguir mi misión: mantenerlo vivo. Y eso hacía, se mantenía vivo. Si se podía llamar vivir. Libro tras otro, página tras página, contenía el tormento de sentirlo así. Poco más me atrevía a hacer; porque poco más podía hacer. Yo sólo le podía prestar, sin cargo, la energía necesaria para contener una página más su vida. El peor momento al que me tenía que enfrentar, era cuando, no sé bien si podía ser por desesperación, impotencia, desgana o todo lo contrario; me miraba. No solía durar más de dos segundos, pero esa mirada incongruente para mí, me hacía tener más ganas de poder darle energía. Pero sólo eso, ganas. Tampoco puedo tener la total seguridad si ese era el motivo de su mirada. Yo lo hacía.

Empecé otro libro y la monotonía del paso de página no varió en ningún sentido. Todo parecía que iba a resultar igual. Sólo hubo un cambio minúsculoy fue que MisLectamientos habló después de muchísimos meses. Concéntrate, por favor. Eso fue lo que dijo. Concéntrate por favor. Sin levantar la mirada, casi exasperado. La fuerza exacta para susurrar, concéntrate, por favor. Ese murmullo a gritos me retumbó. Hizo que mi corazón se revolucionara en instantes; pude notar cómo casi aplasto con mis dedos las dos partes del libro. No lo miré, no le contesté. Sólo leí y, por supuesto, me concentré. El galimatías que estaba mirando hasta ese momento, se convirtieron en palabras y párrafos y hasta me acordé del nombre del libro, “El libro de las Ilusiones”.  Paul Auster. Recordé que nada que hubiera leído de él nos dejó indiferentes. En cada párrafo, que no son cortos por cierto, respiraba hondo; veía vida. Me hacía pensar porque es y será el perfecto mago de la ilusión mental. Cada vez que cambia de escenario, me traslado a un teatro. En vez de un libro creo que estoy observando un retablo. El movimiento de los personajes son exactos y, como no, las consecuencias de cada uno de ellos, duraderos. Se quedan estampados a lo largo de toda la historia, mas no pesan ni estorban. Todo lo contrario, el maestro de la ilusión deja que se deslicen por las páginas. Esa desazón que nos crea y que nos permite tener las ganas de seguir, no cesa ni en la última palabra de la última hoja del último párrafo. Nos hicimos fuertes otra vez. Éramos lectores otra vez. Lo miré con cara de satisfacción y comprobé que no debía de agradecerme nada, así que nada le pedí. Si le hubiera expresado el gozo que tenía en ese momento, seguro que hubiera estropeado toda la historia. Seguíamos refugiándonos en el susurro de Auster. Esa manera de escribir es hipnotizadora, aunque la historia tenga esos sobresaltos que, por más que sepamos que lo podemos esperar del Ilusionista, lo amortigua de una forma que no espanta, pero sí te vuelca el cuerpo como si en una montaña rusa estuviéramos montados. No tengo ningún deseo de saber cómo lo hace. Así es el Ilusionismo de Auster. Es capaz de concentrarte en su magia, tiene la capacidad de que nos veamos inmerso en su mundo y tenemos la certeza en ese momento, que es real. Que su mundo es real. Por eso, no quiero saber cómo lo hace. Necesito estar en el mundo de Auster y así ha sido. Hemos estado en el mundo de Auster. Nos hace creer que siempre hay mandarinas buenas.


Siempre que como mandarinas, no soy capaz de tener sólo una en el plato. Son diez o doce las que engullo. Cada vez que me toca una que me encanta, pienso que debería de haberla dejado para el final. Pero no hay manera de saberlo. Cómo puedo saber si es la mejor de ese plato. Las he observado, destripado, contado los gajos, estudiado el color de la piel y no he encontrado la manera de adivinar cuál puede ser la mejor mandarina. Hay veces que, por azar, me ha tocado la mejor de todo el plato la última. Este ha sido el caso. Ha sido el mejor del plato. El último.

lunes, 29 de julio de 2013

De Cuspidianos y Baseleños.

Comprendo que este texto es totalmente básico, sin ninguna amalgama de detalles, improvistos o diferentes cauces.

La consideración esquemática que tenemos de esta sociedad siempre ha sido como un dibujo piramidal, donde el poder siempre lo hemos colocado en la cúspide, que, aunque suele ser estrecha, convierten o construyen balcones o habitaciones anexas para, según sus necesidades, hacer subir a unos cuantos individuos de los estratos inferiores y poder utilizarlos como una herramienta más. Estos son los peligrosos. Los Cuspidianos viven y se encuentran a gusto ahí, pero los invitados quieren, por cualquier medio, obtener esa ciudadanía Cuspidal y no le importa lo más mínimo ser o convertirse en herramientas del sistema social de la Cúspide. Esos balcones están atestados de marionetas inmersas en una atmósfera de envidia, odio, mezquindad, ignorancia e hipocresía. Sin embargo están bien domados y todas estas virtudes las deslizan por las paredes de la pirámide para que resbale e impregne toda la superficie. Cada cierto tiempo los Cuspidianos hacen una criba y arrojan a unos cuantos invitados y a otros tantos le conceden la ciudadanía. Este es el ciclo sistemático de la Cúspide. Su subsistencia depende de cuánta mediocridad, poder, competición, popularidad, envidia, son capaces de fabricar para la Base. Esa es la fábrica, esa es su industria. Y los Baseleños atrapan estos productos como alimento diario. La Base acata todas las premisas dictadas por la Cúspide y así poder entrar en un estado de semi letargo apacible, donde queden cubiertas las necesidades más que básicas. Todo esto propicia que la zona de confort quede blindada; ni se puede, ni se quiere escapar. Los Cuspidianos ni se plantean la posibilidad de intentar comprender que puede haber otra forma de vivir o pensar que la de la Cúspide. Además, tienen tan incrustado esta forma de existir, están tan acostumbrados a hacerles creer a los Baseleños que viven en una democracia, tienen tan en mente que no hay otra forma de biensubsistir, que lo trasladan como despotismo a la Base. Los Baseleños toman como bueno este modus vivendi puesto que no conocen otro y, a base de propaganda continua, les hacen creer que son los amos de sus propias vidas. Sin embargo, desde la educación, hasta la sanidad, pasando por la seguridad y el trabajo, están controlados estrechamente por la Cúspide. Hacen que la marea de la sociedad y la economía vayan danzando según sus necesidades. Siempre queriendo hacerles entender que la Base es la controladora y lo único que necesitan de ellos es la mano es la mano de obra y poder adquisitivo suficiente para que el comercio no se pare en seco.

En ocasiones la Cúspide decide congestionar el mercado y la sociedad. Más que congestionar, lo contaminan, lo apabullan, lo aplastan. Tienen el poder suficiente para hacer creer a los Baseleños que, antes de las Grandes Congestiones, eran personas totalmente felices, con alto grado de poder adquisitivo y que eran los verdaderos poderosos haciendo que tuvieran la oportunidad de poder permitirse plantearse cuestiones económicas, como segunda vivienda, gran coche… Los Baseleños se sienten importantes, apreciados, son grandes consumidores. Pero llega el momento de resetear la Pirámide. En este momento el total del ejército mediático y económico de la Cúspide avanza por las caras de la Pirámide y van arañando y engullendo víctimas; parece que tienen una alfombra que la cogen por una parte y la sacuden haciendo aparecer una onda que hace que salte todo lo que se encuentre en ella y desestabilice al aterrizar. Esto hacen, cuando la onda va avanzando, desestabiliza a todo Baseleño que alcanza a aterrizar. En el momento que se dan cuenta de lo ocurrido, miran a todos lados con cara de sorpresa y preguntándose qué ha pasado. Los Cuspidianos miran hacia abajo y mandan órdenes a su ejército que le hagan ver a los Baseleños que no había más remedio que descongestionar la sociedad. Le ordenan que propaguen que antes eran unos privilegiados y que irremediablemente debe de cambiar este rumbo para poder subsistir.

Muchos invitados de la Cúspide son expulsados por su incapacidad de saber gestionar la Gran Congestión o porque ya no son necesarios. Los que se quedan en la Cúspide son convertidos en Cuspidianos de pleno derecho y su primer cometido es captar a los nuevos invitados. Gente nueva que puedan ser marionetizados. Gente con unos escrúpulos controlables por los más antiguos y poderosos. Mientras, en la Base, una parte de los habitantes empiezan a mirar hacia arriba de reojo y empiezan a comprender que lo de antes no era tan bueno y que lo de ahora no es irremediable. Estos Baseleños son tratados como habitantes utópicos, habitantes que no están inmersos en la problemática actual y que no pueden tener una solución factible. La Cúspide se encarga de machacarlos moralmente; hará que los demás habitantes de la Base los vean como personas sin sentido de la realidad. Pero ellos seguirán luchando contra la Cúspide con los precarios medios que obtienen. Los demás habitantes también entrarán en un trance de indignación, sin embargo será más desorganizada y personal. Cada uno querrá luchar por su individualidad y no querrán comprometerse con ningún grupo de presión. Esto es lo que ha conseguido la Cúspide, la total división de fuerzas dentro de la Base. Estos Baseleños estarán más interesados en el vecino y en su superación antes que en ver cómo la Cúspide sigue enriqueciéndose y viviendo a costa de la Base. No suelen mirar más allá de seis o siete calles y propinan cualquier acto de indignación a otro habitante de la Base que pueda subsistir medianamente holgado. Lo ven como a un enemigo y no intentan comprender que los Baseleños que subsisten medianamente bien, requieran unas mejoras. La Cúspide atusa a los individualmente indignados a que luchen contra ellos y les hacen ver que el enemigo está dentro de la misma Base. La envidia, la hipocresía, el egoísmo, la incomprensión son las armas de la Cúspide. Pero sin la mayoría de la Base peleándose entre ellos, no podrían hacer nada. Todas las armas de la Cúspide son ofrecidas gratuitamente a quien quiera recogerlas. Muchos son.

La Cúspide siempre gana.

martes, 14 de mayo de 2013

El Sueño Real.


A la edad de tres años, estando tumbado en la cama, vi cómo por la ventana abierta, porque era verano, entró un trueno que no llegó a alcanzarme. En ese momento no sentí miedo porque no tenía conciencia del peligro que podía acarrear. Inmediatamente después de la salida del trueno entraron por la misma ventana, y como escalando por el patio interior que existe entre bloques, un par de enanos con sombreros de copa, un gigante con una amplia sonrisa y pantalones cortos y algunos personajes más que los reconozco ahora como elfos o duendes. Todos ellos estuvieron como cuestión de tres o cuatro minutos hablando conmigo en la habitación; no sentía ni pánico ni miedo, solo una sensación de sorpresa que no pudo quitárseme hasta que, con un repentino adiós, se marcharon por donde vinieron. Estuve un gran rato en posición semitumbada y mirando a la ventana, que en ese momento hacía las veces de una nueva puerta recién descubierta. No esperaba en ese momento que entraran otra vez, si no que pensaba quién entraría por esa ventana otro día o que si siempre lo habían hecho y que era la primera vez que yo me di cuenta. Pensé que tendría que tener mucho cuidado con lo que hacía en esa habitación, puesto que me podían estar observando y decírselo a mi madre. Sin embargo, mi intención no era de dejarla de lado en esta experiencia, así que la busqué y le conté todo lo que había pasado en esa habitación instantes antes. Mi madre me dejó que terminara de contar mi historia y cuando finalicé, me dijo con rotundidad y como sabiendo sin lugar a dudas de lo que hablaba, lo que has tenido es un sueño.

Me quedé mirando a mi madre con los ojos llenos de sorpresa y de incomprensión. En verdad no entendía lo que me quiso decir. Qué era un qué. Y me lo volvió a repetir, has tenido un sueño. No es real. Pero eso qué es, si estaban allí y he hablado con ellos. Al fin mi madre se percató que no entendía el concepto de “sueño” porque nunca tuvo la necesidad de explicármelo. Pues llegó el momento. Tuvo la suficiente paciencia para revelarle a un crío hipersensible el secreto de lo que significaba soñar. Me imagino mi cara de sorpresa, incomprensión y rabia que debía de proyectar; esa casi lágrima saltada de un ojo, porque mi madre cada vez quería suavizar y ablandar su exposición. Del todo una aventura fracasada. No pudo hacerme comprender que el sueño siempre será un sueño y que jamás será una realidad. Lo acepté, pero no comprendía esa gran injusticia que era haber vivido algo y no poder decir que lo has vivido, si no que lo has soñado. Así que, como siempre que no comprendía algo, lloré. Pero lloré. No un poco, no.


¿Quién te dice que los sueños no pueden ser reales? ¿Por qué los sueños no pueden tener la categoría de realidad mental? Puedo asegurar que ese sueño lo sentí como una verdadera realidad, no era consciente que mi mente movía los hilos de los demás personajes de ese teatrillo que mi alma proyectó. En el momento que mi madre me dijo que lo vivido por mí no podía ser creíble, tuve la sensación de haber perdido un gran trozo de una realidad que me debería de ser devuelta en algún momento. La injusticia vital que es no poder recolectar los sueños para hacerlos reales; para almacenarlos en la memoria como sinceramente tuyos. El sueño debería tener un aposento en nuestra alma, deberíamos tenerlos como verdadero, como cierto. Pero claro, nuestra mente es sabia y la gran mayoría de los sueños son desechados y triturados. Tengo la buena sensación que me acuerdo de ese sueño tan bien porque sentía que era una realidad. Pude engañar, sin la más mínima proposición de hacerlo, a mi mente y convencerla que era mi realidad. ¿Por qué no aceptamos los sueños como reales? Tenemos esa manida frase de “un sueño hecho realidad”; y tenemos a mano descatalogarla como tal y convencernos que los sueños pueden ser parte de nuestra realidad, recordarlos como vivencias. ¿Quién lo puede impedir? Los sueños son siempre unas vivencias agradables, son situaciones que te gustaría que hubieran sido realidad. Y no lo son porque alguien en un momento dado, te explicó que era un pensamiento imaginario de tu mente. El sueño debe de ser real. El sueño debe de ser tuyo, pero egoístamente tuyo. Ese es el motivo por el que encontramos una alegría sobre excitada cuando encontramos una situación que, por excelente, estamos seguros que puede ser un sueño. Esas buenas situaciones debemos atesorarlas, guardarlas. El sueño debe de ser real. Todavía tengo en mi memoria la incomprensión que tenía en mi cabeza en el momento que mi madre me explicaba la irrealidad del sueño, porque yo necesitaba que ese sueño hubiera sido real. Lo peor es que, por definición, el sueño no es eterno, el sueño es efímero y peor aún si eres capaz de saber que tu mente ha fabricado un buen sueño y por saber que no ha sido una realidad, lo destroza y lo envía a incinerar. Y tú sabes que ha habido algo bueno y no eres capaz de revivirlo a modo de recuerdo. Debemos tratar nuestras buenas situaciones como sueños, como sueños reales. Esos son nuestros momentos. Debemos ganar la tiranía de esta injusticia y creernos que los sueños son reales. Tenemos que creernos que los sueños buenos pueden ser merecidos por nosotros. Intentemos regresar al momento que nos creíamos la realidad de nuestros sueños y aprendamos a creernos nuestras buenas vivencias. Seguro que seremos más felices.

martes, 16 de abril de 2013

Boabdil. Un hombre contra el Destino. Antonio Soler.


















De repente nos encontramos en el mar. Teníamos la sensación de incompresibilidad ante el escenario donde nos encontrábamos, puesto que siempre habíamos creído que éramos capaces de solventar cualquier impedimento que nos pudiéramos encontrar dentro de la Literatura. Cada vez nos sentíamos más preparados y confiados en nuestras fuerzas y más aún después de que MisLectamientos casi muriera y su nuevo Renacer. Esta era la incomprensión. Por qué estábamos otra vez a la deriva, que aunque seguíamos remando durante todo este tiempo, nuestro esfuerzo era gigantesco para avanzar pequeños centímetros. Esta era la incomprensión. Necesitábamos un objetivo concreto, necesitábamos un objetivo certero, fácil y seguro. Teníamos que encontrar ese libro que nos impulsara definitivamente otra vez. Esto lo comprendimos rápidamente y buscamos en la orilla con la convicción que una pequeña esperanza podría haber. Y allí estaba. Tuvimos que inventarnos fuerzas nuevas para regresar a la orilla. Cada página era una dramática brazada para llegar a la meta, la resaca era atroz y el esfuerzo, aunque conjunto, estaba más próximo al fracaso. El sufrimiento y el dolor de cada brazada debía de tener una recompensa y cada doce o trece páginas observábamos al libro que nos estaba esperando. Queríamos tener ese sufrimiento de terminar el libro anterior – que no queremos decir cuál es – para así tener la sensación que hemos logrado un premio mayor. Esto es así, nos creemos que un sufrimiento ulterior puede ser un condicionante para saborear una meta lograda. Así que quisimos sufrir hasta tener agujetas permanentes, cada página estaba ligada a una mueca de dolor exagerado, a un porvenir mejor. Eso nos hacía tener el suficiente aliento para notar que la orilla estaba cada vez un poco más cercana y que nuestra gran carga de sufrimiento podía ser despojada. Sin embargo, este sufrimiento era meritorio, o sea: página sufrida, brazada ganada. Costó pero se logró. Conquistamos la orilla y lo primero que realizamos fue arrancar de nuestros pensamientos la carga amontonada y apelotonada. Llegamos y lo vimos. Lo vimos y lo abrimos. Lo abrimos y…

Teníamos entre manos nuestra recompensa. Pocas son las veces que MisLectamientos  y yo podemos estar tan de acuerdo en un autor. Además que el sufrimiento anterior nos unió. Supimos que podíamos contar el uno con el otro en los momentos que lo necesitáramos. Aun sabiendo que él lo hace por egoísmo puro. Si yo no leo, él muere. De todas formas me hice el despistado y me concentré en salir del agua y en disfrutar con mi recompensa. Allí estábamos, impacientes por empezar… Y empezamos.

Siempre tenemos en el recuerdo el disfrute y la impotencia de no tener el superpoder de parar el tiempo y conseguir alargar la sensación de bienestar que obtenemos con Soler. Con este recuerdo empezamos la lectura. Entonces. Como este escritor es genuino y considerado como marca propia, sabemos que estamos leyéndolo, sin embargo no conseguimos atrapar las sensaciones que quisiéramos. Estamos leyéndolo, pero no lo sentimos, no nos atrapa, no nos congela el tiempo. Pensamos que es una lectura agradable, mas no completa. MisLectamientos no pudo más que recurrir a sus archivos y contrastar que era Antonio Soler quién escribía. Estábamos seguro que la contaminación que podríamos tener alrededor con otras lecturas no existía, puesto que hemos conseguido con algún que otro autor, abstraernos de todo lo aprendido y concentrarnos sólo en ese libro. ¿Qué pasaba? La única respuesta que se nos ocurrió es que esta novela estaba demasiado guionizada y estructurada antes de empezarla. La excusa que nos inventamos es que Soler no pudo exteriorizar en esta novela su sentimiento. Estamos seguros que lo intentó y que dejó bien en marcarlo y dejarlo claro con algunas pistas. Es una genialidad su mezcla de horror y dulzura. Esta pista es la más importante para que nuestra excusa pudiera tener algo de vida. Nos imaginamos al escritor pidiendo el final de la novela, intentando darle un sentido propio, luchando contra el elemento que es la historia misma, concentrarse en humanizar lo inhumanizable, constatando que será difícil y dejando miguitas de pan para saber volver. Lo excusamos. Entendemos que hay que hacer novelas que sirvan para subsistir y que si con ésta su recompensa es tener más tiempo para las posteriores, que así sea. Lo perdonamos. Pero no lo hagas más.

sábado, 30 de marzo de 2013

El Recuerdo Escondido.


Da igual el recipiente donde escondamos ese recuerdo. No importa en absoluto la forma que le queramos dar para encerrar ese recuerdo. Tenemos la sensación que la prisión que le demos a ese recuerdo, la jaula que inventemos, las paredes gruesas y los techos inmensos que seamos capaces de proyectar en nuestra mente, harán que el recuerdo escondido muera por inanición nerviosa. Simplemente, con estas construcciones mentales, hacemos que ese recuerdo sea fuerte, que sea vivo. Conseguimos el comportamiento contrario al que deseamos alcanzar. Intentamos crear unos muros robustos, fuertes, totalmente opacos para encerrar ese recuerdo. Los decoramos con un agrio sabor, nos esmeramos en mostrarlos como trampas prohibitivas para avisarnos que el recuerdo se encuentra ahí por un motivo muy meditado. No se encuentra en esta situación por una cuestión de azar o porque queremos atesorar un recuerdo. En esta ocasión no lo estamos intentando guardar; lo que consideramos oportuno es encerrarlo, esconderlo. El recuerdo atesorado es otro. Este es un recuerdo escondido, que intentamos enmurarlo, cohibirlo; queremos que pierda la fuerza que tenía en el momento de ser creado. Ese recuerdo viene dado por alguna vivencia que nuestra mente ha querido anquilosarnos de una manera perenne en nuestra alma, ha querido que tengamos ese recuerdo pesado en nuestra memoria. Y no tenemos más defensa que construir una fortificación a base de muros y paredes para languidecer poco a poco esa fuerza y esa negatividad que consigue que caigamos en la desesperanza cada vez que recordemos ese momento. Proyectamos una inmensa cantidad de energía para salvaguardarnos de una posible explosión dentro de ese recipiente que hemos creado en forma de prisión para que, en el momento que lo intente, desista de esa intención. Sin embargo, el recuerdo escondido, necesita vivir; necesita esa libertad abrasiva y corrosiva, como si de un virus se tratara que destruye lo que pueda estar a su alrededor y lo único que pretende es absorber o, como muy poco, difuminar todo el material de recuerdos que tenga alrededor, haciendo así que el escondido, sea el detonante para que tu alma cada vez que se tropiece con este recuerdo, se convierta en un recuerdo obligado. Por eso creamos una caja estanca por cada recuerdo escondido, deseamos, porque ya conocemos lo que puede llegar a doler, que no intente llegar a ser un recuerdo obligado.

Podemos tener la capacidad de construir un receptáculo para cada recuerdo escondido que nosotros tengamos a bien hacer. Es necesario que cada caja hormigonada esté separada de la más cercana a una distancia propicia para que sus energías no tengan el propósito de comunicarse y poder realizar una concentración de ondas que vayan devastando el raciocinio normal y habitual con el que estás acostumbrado a convivir. Es una forma muy arriesgada de almacenar recuerdos y vivencias, puesto que sabes que en las cajas sin cerraduras algo existe y siempre tendrás la curiosidad de querer romperlas para comprobar que ya son inocuas hacia ti. Tanto es así, que por otra parte, todos estos recuerdos saben de la importancia que conllevan su encierro, puesto que, de otra manera, serían libres y deberían existir y ser recordados en el momento que el dueño pudiera. Esa es la profesión de los recuerdos, ser revividos dentro de tu mente lo más próximo a la realidad que fueron creados. Así pues, los escondidos son recolectores de energía de cada muro que le aplicas a las pantallas blindadas que realizas para su mantenimiento. Cada vez se creen más poderosos porque lo son; cada vez tienen esa capacidad que los hace ser potencialmente destructivos y, aunque nos demos cuenta de esta situación, lo único que nuestros reflejos tienden a responder es a construir otro muro, que sólo sirve como alimento a ese recuerdo que, al igual que la carcoma con la madera, va corroyendo y nutriéndose de la energía que nosotros depositamos en encerrarlos. En este momento, el recuerdo es doblemente fuerte, por la energía engullida y por la falta de la nuestra, puesto que la hemos aplicado en una prisión incoherente y disfuncional.

Esa es la trampa que nosotros mismo hemos creado, con el convencimiento que podemos hacer que un recuerdo se esconda, que, aunque exista, hagamos lo posible para que sea un recuerdo desechado. Puede que este no sea el camino que debamos escoger, puede que tengamos que acostumbrarnos a domar estos recuerdos y dejar que el veneno que nos inyecta sea en proporciones que seamos capaces de soportar, para así, poco a poco, poder convivir con estos recuerdos, que aún siendo dañinos, estén domesticados. Puede que este sea el camino que debamos escoger. Puede que la libertad de estos recuerdos sean lo menos perjudiciales para nuestra alma. Puede que tengamos que inventarnos unas riendas para poder hacer que estos recuerdos escondidos se alimenten de la energía que nosotros seamos conscientes de ofrecerles y que ellos puedan subsistir con esas ganas de cada vez más. Puede que lo que tenemos que conseguir es convivir en una misma alma y en libertad. O no. 

sábado, 5 de enero de 2013

El abuelo que saltó por la ventana y se largó. Jonas Jonasson.



















Debo de ser un lector raro. Puesto que mi carrera como lector roza los treinta años, si no los ha superado ya,  y la he llenado de rituales y manías mi comportamiento lectoril, tanto a la hora de la lectura como en el momento de escoger un libro, así como el orden con el que tengo que engullir cada uno. MisLectamientos es dictador en esta metodología y no consiente ninguna situación anómala que consiga desviar, de modo alguno, la situación y el escenario que tantísimo trabajo y años le ha costado construir. Es un simple dictador de su método y sus leyes no son pensadas de antemano, ni siquiera obtienen consenso alguno; esto es así y punto. Mientras vamos leyendo un libro, se le va ocurriendo una serie de normas que hay que acatar, tanto en el leído como en el próximo. Pero sus estricciones no paran en el tiempo que estamos inmersos en la lectura, si no que expande sus miras inquisitorias e imperialistas y nos atiborra de leyes entre libro y libro. Esto es, el momento de adquirirlo, la forma de tocarlo, cómo debe de ser guardado hasta su apertura… En fin, rituales que sobrellevo con dignidad porque, en la inmensa mayoría de las ocasiones, me resulta cómodo seguirlas y me hacen mi plan lectoril mucho más agradable y sencillo. Sin embargo a todo dictador le tiene que llegar un pero.

Un punto que llevamos a rajatabla y que no me pesa en absoluto es no recomendar ningún libro, muchísimo menos regalar y, bajo ninguna circunstancia ni persona, prestar uno. No tengo ningún problema en plantearlo a la persona que quiera adquirir de mí cualesquiera de estas indicaciones. Son nuestras normas, que hemos ido diseñando y redactando poco a poco y que no hay duda que cada una de ellas tiene un importante “por qué”. Sabemos que estas leyes son esenciales para nosotros y hasta podemos llegar a comprender que la mayoría de nuestros conocidos no compartan estas estrictas leyes y las consideren en más de una ocasión normas absurdas, pero como es nuestro territorio, podemos crearlas a nuestro antojo y siempre haciendo nuestros lectamientos más viables y sencillos. Sin embargo a cada dictador le tiene que llegar un pero.

Eso sí, mi disposición a recibir un libro regalado es absoluta. He aquí la incongruencia. Pero el dictador de Mislectamientos no considera este ofrecimiento como un acto bien recibido. No. Tiene el convencimiento que es un acto de rebeldía hacia su mandato; ninguno de los libros regalados tienen el más mínimo interés por su parte y toda su energía la malgasta en envenenar el ambiente e intentar boicotear en todo momento la lectura. Pero estoy seguro que, además de esto, siente peligrar su dominio en nuestro microclima perfecto y siente la necesidad de no aceptar esa lectura como válida para su mandato. Siempre será un libro banal, aunque se tratase de alguna edición de El Quijote.

Me hago fuerte. Es el único momento donde levanto la cabeza con gallardía y soberbia. Reposa el libro en mis manos, siento a la persona que me lo regala, aunque no la tenga delante en ese momento. La energía que me transmite hace que mis pupilas doblen su capacidad normal; doblego en ese momento la cabeza hacia la novela y, sin pestañear, me imagino a la persona regaladora buscando un título exacto, un libro exacto; mirando estantería por estantería. Me imagino a esa persona pensando cuál será el libro a regalar. Considero cómo emplea su tiempo en buscarlo, cómo sonríe al encontrarlo. Abro el libro y veo a esa persona, siento a esa persona. Noto que está conmigo. Necesito alargar ese momento, así que sigo tocando el libro. No leo el título, no me hace falta. Sólo quiero sentir ese momento. Un libro regalado. Energía pura. Lo guardo sin saber quién lo escribe. Lo guardo; comparto mi alma con esa persona. Aunque no lo sepa.

Este libro me hizo renacer. Tuve una crisis anterior y casi mato a Mislectamientos. La pérdida de ilusión fue bastante importante. Casi catastrófica. Este regalo me hizo renacer. Decidí boicotear unas de las normas que tenemos y me salté un libro para sentir este. Necesitaba leer esta novela, quería leer esta novela. Cada página que pasaba renacía un poco más, cada una que leía me sentía más unido a él. Estoy seguro que será uno de los libros más recordados por mí. Mi energía lectoril se recargó y me devolvió la ilusión. Necesitaba revivir el momento de recibir el libro por cada página que engullía. Me hacía volver a conectar con la literatura. No ya por el libro, sino por el regalo. Esto fue lo que me hizo renacer. Mislectamientos tuvo que arrinconarse y no rechistar en ningún instante, sólo lo dejé que sacara sus conclusiones cuando disfruté hasta el final del libro. No dejé que tuviera ni un momento de osadía con mi libro. Porque el libro es mío.

Siempre he creído que la buena literatura no está construida para los escandinavos, para muestra un botón. Lo único que puedo sacar de provecho literariamente de este libro son sus ganas de agradar y de hacer una novela dinámica. Nunca me fiaré de un escritor que implanta un título largo a su novela; parece que quiera impresionar por el título y no por su contenido. Aunque el personaje principal cumpla su centenario al principio de la historia, no se hace nada pesada. Mis pasos por esta novela estuvieron muy controlados por MisLectamientos, que, aunque pareciera que no, lo miraba de soslayo de vez en cuando y podía sentir su mirada de asombro y odio. No lo necesité. Este es mi libro. El libro que me hizo renacer.

jueves, 27 de diciembre de 2012

La Mirada.


Entonces, si pudiéramos concentrar el estado de un ser; el estado anímico de un alma. Si pudiéramos tener la certeza de encontrar un solo camino para conocer a la persona que tenemos que conocer; si tuviéramos que elegir una primera sustancia para saber el pensamiento o la imposición o el letargo de un encuentro. Si tuviéramos que intuir una situación con sólo un gesto corporal. La duda no tendría ninguna forma de ser, seguro que sería la mirada, una mirada. Es la mirada en sí lo que es verdaderamente importante, no es necesario intentar crear un ambiente propicio para conseguir una larga mirada; tampoco es necesario construir un escenario artificial. La mirada es eso, una mirada, que es espontánea, que es clara, verdadera. Tan solo es necesario ese instante que, aunque materialmente lo podemos considerar como un momento de una consistencia efímera en otro cualquier momento de nuestra vida, en este caso, la puedes eternizar el tiempo que necesites para entenderla. Puedes incorporar esa mirada a tu ser y tratar de digerirla tanto tiempo como lo veas necesario. Cada vez que recuerdes esa mirada, la renovarás, podrás sacarle ese jugo cada vez que la tengas en tu memoria y la saques para intentar poder experimentar la sensación que tuviste en el momento efímero. Por todos los medios alargarás esa sensación, intentarás saborearla cada vez más, intentarás sacarle cada vez más jugo, porque tienes miedo a poder perder la sensación inicial que tuviste.  El miedo te hará recordar esa mirada por todos los ángulos posibles, no quieres dejar ninguna grieta por donde se pueda escapar ni el más mínimo aliento de la energía que te produjo ese único contacto.

Esa mirada no tiene otro sentido que ser verdadera. Esa mirada no puede existir sin la certeza exacta que es verdadera. Tienes un solo instante para certificar su valor, para que la mirada te haga tener la sensación que sí, que es cierta, que es así. Si llegas a la conclusión que es verdadera, entonces existirá. Eres el único juez que debes de decidir en un instante, si esa mirada debe de ser guardada en tu memoria, y mantenerla en una posición siempre de recuerdo, siempre existente. El veredicto de ese juicio se mantendrá durante toda una vida, será eterna, puesto que existirá mientras existas. Esa es la eternidad de la mirada. Si eres capaz de mantener ese recuerdo, si eres capaz de sentir sensaciones nuevas o las mismas pero potenciadas, tendrás la sensación que ese recuerdo es eterno. Dejará de existir o, cuando lo decidas o cuando deje de existir tu mente. Por eso es tan importante la resolución que puedas adoptar en el momento del juicio.

Esa es la responsabilidad que tienes; mantener la mirada como recuerdo. Deberás esforzarte para tener conciencia que debes renovar esa mirada, debes tratarla y conseguir que sea un recuerdo renovado. Seguramente cada vez que debas empezar el proceso de convertirlo en un recuerdo renovado, siempre tendrás esa inquietud de no saber si podrás sacarle el máximo sentimiento a la mirada, nunca estarás satisfecho con esos resultados y, por tanto, tendrás que esperar a otra ocasión para dar siempre ese paso adelante, para que ese recuerdo no sea un lugar estanco dentro de tu memoria y siempre puedas mover esa ilusión de intentar recomponer esa mirada. Esa es la exigencia que sabes que vas a acarrear durante todo el tiempo que dure esa mirada en tu ser. Es tu responsabilidad y tienes que ser consecuente con la mirada; tienes que saber renovar esa mirada en tu alma y conocerla cada vez más y hacer que esa mirada siempre sea uno de los primeros recuerdos renovados que puedas utilizar en el momento que más lo necesites o quieras tener ese momento de una calma tranquila.

Lo más importante es saber reconocer esa mirada, tener en cuenta que esa es la mirada importante, que es La Mirada. Esa mirada seguramente pueda venir de una persona que conoces y has tenido la oportunidad de conseguir cientos de miradas. Todas las habrás desechado. De ahí la importancia de saber elegir cuál es la mirada a exprimir. No debes equivocarte y tienes que elegir entre todas las miradas que esa persona te va a ofrecer. Debes de conseguir que cada vez que veas a la persona, te recuerde a la mirada. Te convertirás en el cazador de esa mirada y la convertirás en tu rehén hasta tu eternidad. Será para siempre esa mirada, será recordada como La Mirada.

jueves, 20 de diciembre de 2012

El Recuerdo Obligado.


El recuerdo es el reflejo de una vivencia que puedes amoldarla como más te convenga. Necesitas hacerlo tuyo y con el tiempo sabes que al ser recordado esa vivencia, llegará a ser casi una mentira o, en el mejor de los casos, un pequeño olvido. Sin embargo, no desaparecerá del todo. Ese recuerdo no llega a ser físico, pero sí que puede tener sus consecuencias. El recuerdo puede incrustarse en una parte de tu cuerpo y hacerlo suyo, puede arañarte, presionarte. El daño que te inflinge sí es físico, llega a aprisionarte el pecho y te hace respirar con una dificultad que llega a normalizarse, será tu próxima forma de respirar, no sabrás hacerlo de otra manera. Esta forma de respirar siempre te recordará esa vivencia. Siempre tendrás ese contrapeso que hace que tus pensamientos y acciones venideras puedan pasar por el filtro de ese recuerdo obligado.

Ese recuerdo obligado lo es porque no tienes esa escapatoria ni ese acceso a poder permitirte salir de su control. Quieres e intentas olvidarte de ese recuerdo, mas es imposible desatarte. Es una jaula que cada vez te deja moverte en mayor libertad, pero que nunca te dejará tener una cobertura de movimiento para que puedas escapar de estos barrotes. Así que lo que ocurre es que, el recuerdo obligado, al final, por acorralamiento, te muerde. Inyecta todo su veneno en tu pecho, sus mandíbulas y sus dientes  se recrean en tu carne, no te suelta hasta un buen rato mientras te sigue aprisionando el pecho. Ese veneno fluye muy rápidamente por todo tu cuerpo y los síntomas son precoces. Ese veneno te hace tener un mareo anormal, te hace entrecerrar los ojos, no ya para hacer desaparecer el mareo, que es imposible, sino para paliarlo, hacerlo llevadero. Pensar que en pocos segundos podrá desaparecer. Y, por supuesto, no es así. El veneno del recuerdo obligado incrementa los síntomas, pero no los separa. Se une ese temblor que presiente que ese recuerdo, será sólo eso, un recuerdo. El temblor te inflinge ese castigo corporal que ansías en realidad. Este temblor hasta te hace abrir la boca para intentar expulsar a base de gritos y lamentos ese dolor inmaterial. Así quieres centrarte en corregir ese dolor, pero el veneno no te deja. Es una niebla virulenta que no quiere dejar escapar ningún poro de tu cuerpo. No te hace, ni tan siquiera, poder tener dos respiraciones de alivio. Es más, la angustia que profesa te hace casi asfixiarte, te hace erguir el pescuezo lo máximo posible para intentar escapar de ese aprisionamiento y conseguir un aire puro. Esa niebla se convierte en humo pesado, avanza en espiral, desde la mordedura hasta el último punto nervioso de tu cuerpo. Te hace ser más lento, reaccionas con una discapacidad enorme, sientes el peso del humo que te hace bajar la cabeza y no poder conseguir ese ansiado aire nuevo. Confías que se convierta en vapor y sea fulminado. Mas no es así. Se alicata en tu cuerpo. Es tuyo. Nunca saldrá.

El recuerdo obligado siempre deja una herida sangrante, abierta. Imposible de ser cerrada, jamás podrás curarte, así pasen cien mil años. Todos los síntomas se mezclan poco a poco. Esos temblores se van espaciando más en el tiempo. Lo único que está haciendo el recuerdo es acomodarse en tu alma, te está haciendo ver que se quedará para siempre. Y llega un momento que cambia de estado y se vuelve sólido, cemento puro y sin grietas. Ese cemento no es otra cosa que tristeza. Tristeza en su grado máximo. La tristeza que debes de saber hacerla lo más llevadera posible. Es una carga que es inseparable de ti; que te hará no recordar exactamente cómo eras antes de la incrustación de ese recuerdo obligado. La tristeza es tuya, sin embargo debes de caminar y debes avanzar con esa nueva respiración, con esos nuevos movimientos, con esa nueva carga. Con tu Recuerdo Obligado.

domingo, 9 de diciembre de 2012

De Vidas Ajenas. Emmanuel Carrère.




















Una, dos tres, cuatro… Iban transcurriendo las primeras páginas y noté al momento que nada era igual que siempre. Sentía cómo la rutina que me acompañaba por las últimas lecturas no ya que no estuviera, si no que podía experimentar un cambio que, si saber por qué, no cambiaba nada. Yo estoy donde siempre me coloco para leer, el libro sujetado de la misma forma, la luz es la de siempre, la hora es la habitual. Entonces, ¿qué es lo que podía pasar?, ¿por qué esta sensación de incomodidad? Es una pequeña molestia que hasta me hace ser cansino y pesado a la hora de escribir este artículo. Noto cómo me pesan los dedos. Bueno, es más la certeza que alguien me agarra cada uno de los dedos un momento antes de golpearlo con alguna tecla. Lo mismo me ocurría cuando quería pasar una página, era todo un reto y una superación ver la diferencia de numeración en cada una de ellas. Pues sí, es exactamente igual que el sueño recurrente de no poder gritar en un caso de extrema necesidad o no poder correr o avanzar todo lo que necesitas o quieres por cualquier motivo que el sueño tiene bien en entender.

Paso otra y otra página… y esa sensación se incrementa de una forma que puede llegar a ser insoportable si no consigo un remedio de última hora. La energía que tengo que derrochar para leer una página multiplica, con creces, la que pudiera podido necesitar para cualquier otro libro. Sin embargo, recapacitando libros inmediatamente anteriores, noto que ha sido un sentimiento gradual y que el detonante de esta situación ha sido precisamente este. Sí, ya tenía este sentimiento extraño libros antes y, seguramente que si hubiera leído otro libro y no éste, dicha sensación se alargaría más pero no habría llegado a detonar. Este libro es el causante de la inmediata detonación.

Al llegar a esta certera conclusión, no sabía cuál podía ser la solución y esto no ayudaba para arreglarlo. Cada vez notaba como la impresión que me embargaba de la pesadez no estaba presente en cada página. Ojalá, pensé en ese momento, porque era ya cuestión de párrafos. Hasta un pequeño mareo parecía que se acercaba y lo podía presentir. La concentración sólo se basaba ya en querer controlar la situación o retenerla. Miré al ángulo derecho inferior para saber por dónde iba mi viaje en este libro y ya fue casi incontrolado ese sentimiento de pesadez. Sólo llevaba veinte páginas. Ayuda, ya tenía que conseguir ayuda como fuera y de donde viniera. Este incendio me estaba tocando y la pesadez, junto a los calores, hacía que ya no sabía ni lo que leía y tenía la necesidad de solucionar esto. Pero mi bloqueo era casi total y lo único que acerté a hacer fue a levantar el brazo como para que alguien me rescatara de las llamas. Pero el libro hacía las veces de contrapeso y me era imposible salir de este corral infernal. Creía que la solución era cerrar el libro, mas no fue así. No ocurrió ningún cambio. Así que decidí que pasara lo que tuviera que pasar y que fuera pronto. No tenía miedo al final, no. Tenía miedo en el trayecto hasta llegar al final. Apreté los dientes, entrecerré los ojos, abrí el libro y fui a por él. Termino la primera parte del capítulo y todo vuelve a una calma chicha. De repente la calma está ahí, pero la sensación hormiguea todavía por mí. Y sabía que podía volver a pasar. Ya desconocía si en este libro o en alguno siguiente.

Me siguen pesado las páginas, siguen tirándome de los dedos. O sea, que volverá a ocurrir y no sé lo que es, se me apelotonan las ideas intentando, no ya conseguir una solución, si no encontrar una explicación. Aburrimiento, dice Mis Lectamientos. Es aburrimiento. Estaba sentado semi tumbado mirando hacia arriba. Hasta con esa pose no perdía ni un ápice de dignidad. Lo que te pasa es que estás aburrido de la literatura. El mareo me volvió, casi cierro los ojos por no poder dejarlos abiertos; no podía ser, yo aburrido de la Literatura. Pero es que le encontré el sentido y recapacité otra vez. Y, como no, tenía razón. Por desgracia, tenía razón. Estaba aburrido de leer. Después de centenas de libros estaba aburrido. Es como llegar al final de un inmenso camino y encontrarte con un muro invisible y golpearte una y otra vez; una y otra vez; una y otra vez. Eso me pasaba, todo lo que últimamente leía no me aportaba nada distinto. Sólo podía pensar que era bueno, entretenido, malo… pero poco más. Sólo es una mala racha, me dijo. Ya has pasado otras. Sí, es verdad que he pasado otras, pero no por aburrimiento. El aburrimiento es destructor, es una causa mayor para romper con cualquier etapa de tu vida. Ahora sí que podía estar totalmente perdido y tenía la imperiosa necesidad de dejar de leer, pero dejarlo, no apartarlo. Sigue leyendo este libro, me dijo, por favor. ¿Por favor? Me lo ha pedido por favor, algo debe de pasar. Entendí que si dejaba de leer, él dejaba de existir. Dejaría de acompañarme. ¿Esta es la solución?, le pregunté. Vamos a probar, no sé qué más se puede perder. Miré  lentamente a mi pequeña biblioteca, resoplé y me puse manos a la obra.

La rotunda sinceridad con la que escribe el autor es atronadora. Jamás había leído unos textos tan tremendamente sinceros y bien cuidados. Seguramente pensó que era el momento oportuno para hacer este libro. Aunque la historia transcurre sobre personas que está a su alrededor, sólo habla de él. Quiere ser sincero y es capaz de abrir su alma sin llegar al empalago. No se trata de una sinceridad amorosa, no. Es más bien una sinceridad vital, profunda, verdadera. Y el título del libro no me va a engañar. Este libro es sólo suyo. Es verdad que transmite perfectamente las vidas de los protagonistas del libro; pero sigo pensando que el libro es suyo. Tiene el poder de escribir y representar la historia como una tercera persona alejada, sin embargo no me engaña. Este libro es su sinceridad absoluta. Tiene una forma perfecta de recrear las situaciones más dolorosas que ninguna persona quiere pasar. Son situaciones que ni siquiera, la mayoría de nosotros, las podemos imaginar. Pero leyendo este libro y tratar de lo que trata, no lo cerré con desazón o desesperanza. Todo lo contrario, lo cerré con bastante positivismo, aunque controlado, puesto que el libro no es un canto a la esperanza. Lo cerré sabiendo más sobre la sinceridad y también lo cerré creyendo que todavía hay cosas por creer y conocer. Me dí cuenta que el autor también podría pasar por un hastío y que este libro le solucionó el problema. A mí casi también. Bien hecho.

Al terminarlo miré a Mis Lectamientos y, aunque no lo reconociera, respiró con esa respiración que demuestra que ha pasado un mal trago y llega el momento del alivio. Recordaré este libro como “el libro que casi mata a Mis Lectamientos”.

martes, 13 de noviembre de 2012

La Mentira.


Me imagino a un casi difunto, en sus últimos momentos de respiración escuchando una verdad escondida que le confiesa un delator queriendo, seguramente, no querer hacerle pasar a su otro mundo con una mentira que, a lo mejor, hace bastante tiempo que habita en su vida. Me imagino que esa verdad puede hacerle sentir verdadero pánico en sus últimos momentos, puesto que nunca hubiera imaginado tal traición, tanto por contarlo ahora, como por ser víctima del engaño. Éste ya puede ser una fidelidad, un robo… seguramente el delator intenta tener las mejores intenciones con el medio fallecido. Sin embargo me imagino que ese traspaso de mentira a verdad, además de tener una carga casi mortal de cobardía, es la respuesta más humana dentro de sus emociones, que no es otra que el egoísmo personal, que seguro que en estos casos se ve reforzado por un sentimiento de culpabilidad que cada vez agrieta más el alma del confesionado hasta casi romperla; dándole a su confesión un manto de arrepentimiento que pueda envolver toda una vida de traición y mentira.

Pero, ¿esa certeza es buena para el moribundo? ¿Necesita esa confesión? En el momento de ir soltando las palabras, en realidad para el medio muerto son losas de piedra que cada vez que llegan a su oído se van incrustando por todo su cuerpo y le hacen sangrar pena por todos sus ya disminuidos y casi cerrados poros; estas palabras consigue abrirlos, pero no para respirar, si no para que salga el sufrimiento reprimido y desconocido que ese secreto, sin querer, guardó durante toda la estancia que sobrevivió en las personas implicadas. Abrirá un poco los ojos y lo único que puede expresar con ellos es La Lágrima. La confesión muere en el momento de ser recibida, sin embargo, el efecto explosión que ocasiona durante los segundos o minutos u horas o días que cohabita en ese, ya casi demacrado, cuerpo. Seguro que esos segundos o minutos u horas o días tendrán la misma intensidad de tensión y angustia. Seguro que no por ser unos segundos, le parecerá breve la sensación de sufrimiento extremo. Seguro que piensa que por qué ahora, por qué no lo han dejado morir sin tener en mente esa apreciación borrosa de toda su existencia, por qué tiene que dejar la vida sabiendo que ha sido engañado durante un periodo de su vida. No comprenderá el motivo de tal apuñalamiento y creerá que si no saben que ya sufre lo suficiente con su letargo para también lastrar esas palabras. Morirá con una tristeza y sufrimiento añadido, que ya de por sí debe de ser angustioso por saber que tiene que dejar una vida. Aunque pueda sentir en esos segundos o minutos u horas o días, que todo lo vivido ha sido un engaño y que lo han utilizado sin poder poner él remedio. Y murió.

¿Por qué cree el confesado que hace lo mejor para el casi muerto? No creo que pueda hacerse la idea de lo que hace. El casi vivo sólo se va en paz cuando recibe una noticia así en las películas. El confesante sólo actúa por un máximo grado de egoísmo y lo que no quiere es arrepentirse de la oportunidad perdida que tuvo en el lecho del moribundo. No quiere ni imaginarse lo que puede ser acordarse cada día de cómo sería su propia vida si le hubiera confesado ese secreto que tenía guardado. Así que, en un acto de total cobardía, le suelta esas palapiedras  lo más ásperamente posible,  con el convencimiento que es lo mejor para el que oye. La crueldad en su confesión es un acto más de egoísmo, puesto que cree que la realidad debe de ser servida con frialdad y  brutalidad, y terminar su exposición con un debía decírtelo así, sin paños calientes. El agobio que le causaba este peso lo multiplica por diez mil al muerto casi. Pero él pensará que ha hecho lo mejor para todos.

¿Por qué creemos que una confesión de ese tipo es buena? Pienso que no deberíamos decirlo, que se muriera con el convencimiento que su vida ha sido un éxito y que no pasará a la muerte con un sobrecargo que ha pedido. Ese sería el verdadero acto de generosidad, cargar con el arrepentimiento y el sufrimiento todo lo que le queda de vida. La generosidad de pensar que podía deshacerse de esa confesión y que no lo ha hecho para que el muerto se haya ido en paz y sin un sentimiento de angustia y desesperanza. Esa es la generosidad. Guárdate tu confesión y convive con ella. Si lo has ocultado por miedo, guárdatela por generosidad.